Abuela y los cucubanos
Arte por: Alberto Santiago | @alberto_santiago
Escrito por: Némesis Mora Pérez | @nemesismora
Era la segunda semana de confinamiento cuando recibí la llamada. Después del “Dios te me bendiga”, soltó un “no me acostumbro”. Y por ahí siguió la cosa... Que no puede ser que pase otro domingo sin los nietos. Otro más sin echar una manita de domino. Que está brutal porque hasta su perro JJ, de JJ Barea por lo rapidito y chiquito, se acostumbró a brincar con nosotros en las competencias de carrera que hacíamos en el patio. Que por lo menos nos demos la vueltita y nos veamos detrás de la casa. Pero que no se lo digamos a mami ni a tío porque la regañan. Que nos sentemos mejor en la terraza que es al aire libre y hay distancia. Que abuelo está más sordo que nunca y que ya no le responde cuando le habla. Que a veces, se siente sola. Que le entran escalofríos cuando piensa en ir al colmado. Que le preocupa abuelo que está por cumplir los 100 años.
Luego del preámbulo narrativo, porque abuela salió cuentista oral como su papá, soltó lo que en sus 75 años jamás había dicho. Me contó su historia. Sus vivencias en el barrio Ángeles en el municipio de Utuado. De cuando era niña y le tocaba tender las carnes sobre el humo de la leña para que se conservaran durante toda la semana. De lo difícil que era bajar al pozo a buscar agua para el diario y regresar con el balde al hombro. De las veces que el río la arrastró. De las tantas veces que se ausentó a la escuela porque el río estaba crecí’o. Y que ese mismo río crecí’o, hizo que abandonara los estudios a sus nueve años.
Hasta que la industrialización entró en su apogeo y las compañías americanas se expandieron y esparcieron fuera de la zona metropolitana. A los 23 años, abuela cruzó el charco y se mudó al residencial El Coto en Arecibo junto a su esposo y dos hijos. Luego de trabajar como cocinera en comedores escolares y en una guagua de frituras en el sector Víctor Rojas, comenzó a trabajar en distintas fábricas como costurera de medias, calzoncillos, sostenes, batas y t-shirts, destreza en la que se destacó por su técnica para coser bolsillos. También trabajó en una farmacéutica, que colindaba con la zona marítima del barrio Islote, colocando las etiquetas médicas a los envases de pastillas.
Pero esta, no es solo la historia de mi abuela. Esta también es la memoria de muchas de nuestras abuelas que comparten vivencias similares sobre la vida campesina en Puerto Rico para la década del 50. Pero sobre todo, esta es la historia de cómo las abuelas le hacen frente a los cambios sociales, económicos, políticos y tecnológicos que deja el tiempo, para lanzarse y construir una vida muy distinta a la de su infancia y adolescencia.
Sus vivencias son el reflejo de cómo se vivió la pobreza en las montañas del centro de la isla donde la División Puertorriqueña de Educación Comunitaria (DIVEDCO) nunca llegó y la luz eléctrica no lograba energizar los barrios más altos y distantes al pueblo.
La llamada de abuela entró a las 9:19 de la noche del viernes, 29 de marzo de 2020. Debió ser la ansiedad, pero el comienzo de la pandemia la puso a repasar su vida. A revisar dónde se ha ido el tiempo. A romantizar lo que fue y a recordar con melancolía lo que no pudo ser. La conversación telefónica se prolongó hasta la madrugada del sábado. Yo en Santurce. Ella en Hatillo.
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Eso era como boca e’ lobo en la noche. Eso era una oscuridaddddd. Mamita porque allí no llegaba la luz elé’trica. Eso se alumbraban, ¿tu sabes con qué?… Con fraslai y mechones. Flachones eran…
Antes, las cervezas venían en unas botellas largas y grandes. A esas botellas se les echaba gas y les metían una mecha con un canto de frisa, o lo que apareciera, y le prendías fuego y con ese mechón se alumbraban por el camino. Tu veías esos mechones a lejos caminaaaando. Parecían cucubanos. Ante’ habían muchos cucubanos. Hace tieeeeempo que no veo cucubanos. Pero los cucubanos también alumbraban mucho. Como tu ver las estrellas en el cielo, así habían cucubanos en la tierra. Y nosotros los cogíamos... Habían unos que tenían dos luces en el fondillo. ¡Dos! Y nosotros cogíamos los de dos luces (se ríe nerviosa), ay Dios mío ahora yo no sé si yo lo cojo, y lo poníamos de cabeza sobre la mesa y le dábamos dos cantazos al fondillo del cucubano.
Papi siempre tenía un fraslai. Siempre siempre había un fraslai. Adentro en la casa se alumbraban con quinqués. Pero afuera, pa’ caminar, con un fraslai o con un mechón. Y a veces uno veía a esa gente que se iban tarde en la noche, como las casas eran lejos, tu no veías la gente tu lo que veías eran esas luces en la noche como cucubanos.
No había luz porque en esos tiempos no había luz elé’trica. En San Juan tal vez había pero en muchas partes de Utuado la luz se tardó en llegar mucho, mucho. Yo creo que cuando yo salí de casa y me casé la luz aún estaba así sin na’... Hace como 60 y pico de años de eso porque yo tenía 16 cuando me fui y me casé.
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Yo a peeeeeenas me acuerdo de los cuentos que papi hacía. Yo era chiquita. Porque él nos mandaba a dormir porque éramos muy chiquitos y él se quedaba con esa gente. Hombres y mujeres. Vecinos. No se bebía, pero sí se tomaban su café y chocolate caliente. Pero bebidas alcohólicas no. Y ellos se quedaban oyendo los cuentos. Eran cuentos como de barrio, cuentos como de misterio, cuentos como de muertos que se salían, que si pa’ aquí, que si pa’ allá.... Había veces que hacía los cuentos bien tenebrosos y la gente decía: “Ay Pedro, ahora sí que no duermo”. Y hacía los cuentos bien serio. Yo te digo que yo siempre pienso en eso y digo coño si papi estuviera en estos tiempos que las cosas han evolucionado tanto y tener una bisnieta periodista.
A veces eran las 12:00 de la medianoche y él haciendo cuentos. En casa iban como de 8 a 10 personas. No había televisión, Mechy. Si a caso una persona tenía un radio. La gente se iba hasta casa porque papi los entretenía haciéndoles cuentos. Y había veces que, como él se los inventaba, los hacía largos y las personas querían escuchar el final del cuento. Y había veces que viraban para sus casas, regresaban de vuelta y todavía papi estaba con el mismo cuento. Le decían: “Don Pedro por favor díganos el final. ¡Díganos el final!”, y se iban con eso en la mente.
Arte por: Alberto Santiago | @alberto_santiago
Dito papi no sabía escribir. Papi nunca fue a la escuela. Papi sabía escribir el nombre de él, más na’. Pero tenía una mente privilegiada. Nadie decía que él no había ido a la escuela porque él se expresaba muy bien y todo lo hacía muy bien.
Papi era agricultor. Papi tenía finca de café. Cogía café y lo vendía. También sembraba, sacaba y vendía ñame. Pero prácticamente del café era que vivíamos. Él tenía una finca. La cosa era así…Tu coges una canasta y en esa canasta ibas poniendo el café maduro. Entonces había gente que recogía el café y se le pagaba por almú (unidad que utilizaban para medir la superficie de la canasta). Tu llenabas las canastas, la echabas a un saco y dependiendo de las canastas de café, te pagaban. Entonces mami cocinaba, y le daba comida a esa gente para el almuerzo y eso. Y si no aparecía nadie lo hacíamos nosotros, lo recogía papi, Felipe (su hermano) y mami. Eso era en Ángeles de Utuado.
Ah y te voy a decir una cosa, no habían carreteras. Lo que habían eran caminos. Caminos que cuando llovía, mamita…..eso eraaa já… Eso llovíaaaa. Y eso era tanto bache que la gente se quitaba los zapatos y caminaba descalza. Y se te pegaba ese fango por la jorqueta de los de’os, y se te ponían esos de’os duros, duros, duros, duros con esa tierra seca que se encajaba entre de’o y de’o. Aaave María pa’ tu sacarte eso de ahí, mijita. Como uno se acostaba con esas patas sucias, al otro día eso era como pie de monstruo. Duuuros, duros, duros, duros.
Entonces como tampoco había agua, yo lo que hacía era buscar agua al pozo. Llenaba los baldecitos y cuando llegaba a casa el balde llegaba medio. El camino era malo y el agua se salía del balde. Entonces Felipe y yo, que éramos los más duros de los seis hermanos en casa, íbamos a buscar agua y leña. Y nosotros poníamos una lata, porque antes la manteca venía en latas grandes, y a esa lata nosotros le hacíamos un boquete por las esquinas y ahí le metíamos un palo y lo llenábamos de agua y nos los echábamos al hombro y llevábamos ese balde así hasta casa llenito. Bueno, llenito y a veces a media. Pero sí, eso había que hacerlo. Y buscábamos leña para cocinar, porque se cocinaba con carbón.
—¿Cómo se cocina con carbón?
Pues había un fogón afuera. Ese fogón tenía tres piedras, como los taínos. Tres piedras. Y ahí se ponía la leña, se echaba gas, se prendía y esa leña se volvía carbón. Y ahí se ponía la olla y ahí se cocinaba. Eso de una estufa… eso no...eso no existía… La vida de antes no era una vida fácil, mamita. Eso no era una vida fácil. La vida era bien, bien dura. Bien dura, bien dura.
¿Por qué tu crees que yo no estudié? ¿Por qué yo no llegué a tener un cuarto año? Porque nosotros teníamos que cruzar un río (hace una pausa para respirar hondo) y yo siempre que llegaba a la escuela, llegaba sin zapatos. Porque el río me llevaba los zapatos. Porque cuando yo brincaba, el zapato se me salía. Porque había que brincar de piedra en piedra pa’ cruzar al otro la’o. Y esos ríos de antes no son como los de ahora, que están secos. Eso eran unos chorros de agua mamita, que muchas veces el río me llevó a mi y me arrastró. Yo estoy viva aquí porque Dios me quiere aquí. Pero a mí el río me llevó muuuchas veces, muchas veces. Arrastrá, arrastrá, arrastrá.
Y las mujeres que estaban lavando, me cogían a la parte de abajo. Y así entrípaiiiita yo me iba pa’ la escuela. Y me ponían en una esquinita, a lo que la ropa se me secaba encima. Y después llegaba hasta casa como un pollo. ¿Y tu te crees que nuestros padres nos ayudaban a cruzar ese río? Nooo. Nosotros íbamos to’ esa muchachería sola cruzando ese río. Iba Felipe, iba Esther, iba Roberta, iba Sofía, iba Iris, iba yo. Pero de todos los hermanos, a mi era a quien siempre (se aclara la garganta) le pasaban las cosas malas. A mi me daban los huevos, mira. Porque nos daban huevos pa’ comer. O sea pa’ pagar en el recreo. Como no nos daban chavos, nos daban huevos. Esos huevos no los cargaba Esther. Esos huevos no los cargaba Felipe. Esos huevos me los daban a mi. Y yo los cargaba en una bolsita de papel.
—¿Y qué podías comprar con un huevo?
Pueee, con un huevo… te voy a decir… Esos huevos los chequiaban. Si estaban empolla’os, no servían. Los ponían hacia el sol, y empezaban a mirar el jodio huevo. Si lo veían pesaito o algo, eso no servía. Nos daban dos chavitos por dos huevos. Con eso nos daban un chispito de pan con mantequilla o nos daban una alcapurria. Dos chavitos eran. Si nos daban seis huevos, pues eran dos chavos pa’ mi, dos chavos pa’ Felipe y dos chavos pa’ cada uno de los hermanos. Así era. Había veces que el señor no nos compraba los huevos porque no servían. Y nos quedábamos sin comer.
Felipe era un poquito más listo y me mandaba a mí a hacer las cosas. Entonces había una casa depués del río que para llegar….Tu coges el río y en una loma, por donde había que pasar obliga’o, había una casa. Esa casa era de altos y bajos pero en los bajos tenían un montón de perros. Tenían como 7 o 8 perros y siempre estaban durmiendo abajo de la casa. Y cuando tú pasabas, el perro como que sabía y esperaba a que todo el mundo pasara y en una distancia que ellos más o menos podían esmandar carrera y morder a uno, se esmandaba la perrería detrás de nosotros. A correr. A ladrar y a correr. Todo el mundo daba la carrera y yo me quedaba atrás. Y yo gritando atrás y los jodios muchachos a lante esmanda’os muertos de la risa. Cuando veían que ya yo estaba a lo último, ellos cucaban a los perros para que me ladraran a mi. Muchacha, y esos perros podían morder a uno, deja eso.
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Otra cosa era que antes había que lavar en el río. Por lo menos uno ahora puede lavar arriba. Tienes tu secadora y estufa en la cocina. Pero antes la ropa había que echarla dentro de un saco y la mandabas por una cuesta y la ropa llegaba primero al río que nosotros. La echábamos a rodar. Lavábamos, tendíamos la ropa en el río y nos la llevábamos seca. A lo que esa ropa se secaba, nosotros cocinábamos en el río. Poníamos una olla, cortábamos un guineo de la finca y buscábamos chagras y camarones. Lo cocinábamos y ahí comíamos en el río. Súper fresco. Bebíamos agua de un charquito frío que había allí, que todavía yo me acuerdo de una sortija que dejé ahí puesta y nunca la encontré. Y llegábamos a casa y nadie estaba pendiente a uno, tu sabes. Nadie le decía a uno: “¿cómo pasaste el día en el río?”. Na’ de na’. Era como si na’. No es como ahora que uno está pendiente a los muchachos.
Y era difícil, Mechy. Era difícil. No era fácil. Pero había que acostumbrarse porque qué remedio.
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Había un charco que la gente decía que se había queda’o encanta’o. La gente de antes decía cosas así. El charco era azuuuliiito, azulito. Nos parábamos arriba y pegábamos a cantarle y le decíamos: “cantamurá, cantamurá, cantamurá”. Porque decían que si uno decía eso, salía dizque una mujer. Nosotros cantábamos cantamurá a ver si era verda’ que salía una mujer. Y así estábamos hooooras allá arriba cantando. “cantamurá, cantamurá, cantamuráaaa”. Como que la llamábamos.
—¿Y qué significará cantamurá?
Pues no sé. Cantamurá. Y nunca salió nada. Decían que salía una mujer de ese charco. Pero nunca salió nada. Cantamurá. Cantamurá. Canatamurá. Cantab…. Sabrá Dios lo que signifique eso. ¿Qué será? Será como…. uy.
—Busqué ahora en Google y mira dizque es una palabra en italiano.
¡¿Está ahí cantamurá?! Mira pa’ allá. ¿Qué dice cantamurá ahí? ¿Que existe? ¿Que no es un invento?
—Mura es pared. Y canta es cantar.
Pues mira pa’ allá, canta a la pared. Pero nosotros le cantábamos al charco de agua.
Eso estaba metido en una finca. Ese charco tiene que estar… Yo no sé... En ese charco yo me fui a ahogar varias veces... Ese río era bravo bravo.
Te voy a hacer un cuento, mira…
Cuando yo estaba en quinto grado... Antes llovía mucho, mucho, mucho, pero mucho. Antes llovía mucho. No como ahora que llueve... bueno es que ahora hay carreteras y que se yo... Entonces nos soltaron temprano de la escuela porque estaba lloviendo, nos soltaron como a las 2:00 de la tarde, y estaba cayendo un sendo aguaceeeroooo. Eso metía miedo. Y no había donde uno meterse. Eso era subirte el ruedo y tirarte rumbo pa’ tu casa. (Vuelve a hacer silencio para respirar hondo) Yo...me tiré...por ese camino… a bajar ese río. Y ese río estaabaaa...crecío, crecío, pero creío. Y ese ruuuido que tu oías antes de llegar... Cuando yo me acerqué a ese río dije: “¡ay Dios mío como está ese río!”. “Yo no puedo cruzar ese río”. Y yo no podía cruzarlo y estaba yo solita. Felipe había salido, se había ido y me dejaron sola. Entonces yo viré para atrás y había un señor que trabajaba en la agricultura... que era el que cuidaba a… en las escuelas antes habían granjas y él cuidaba a los animales y les daba comida. Él se llamaba Traumacio, no sé si está vivo o muerto y si está muerto que en paz descanse, y.. y yo le dije: “miraaa ese río está crecío crecío y yo no me atrevo cruzar ese río”. Y el siguió lavando las cosas de los puercos y no me hizo caso. Entonces yo seguí pal’ río porque yo tengo que cruzarlo porque yo tengo que llegar a mi casa. Entonces, me quedé esperando a que bajara un poco el río y al la’o de allá, a mi eso nunca se me olvida, al la’o de allá había una casa. Y vivían personas en esa casa. Y yo empecé a gritar y a llamar a la dueña de la casa que se llamaba Isabel: “Isabellllll”... Pero bien duro. El eco me retumbaba. Y al raaaatooo ellos me oyeron. Porque la misma lluvia no los dejaba escuchar. Entonces ellos me oyeron y se asomaron. Y yo le dije: “Soy yooo, Leonoraaaa”. Yo gritaba así y era un chispo e’ nena. Bueno mira el cuerpo que tengo ahora (unos 4 pies con 7 pulgadas), pues imagínate tú como a los 9 años y yo gritando. Entonces se fue el padre y el hijo y regresaron con una soga. El papá aguantó al hijo con la soga y lo amarró y el hijo cruzó así el río crecío. Y yo me le monté en el cuello a ese muchacho, en el cuello a ese muchacho (repite pensativa), eso a la edad que yo tengo ahora no lo hago jamás. Pero uno pue’, uno ignorante...Pffff. Entonce’ el señor aguantó la soga de un palo, el hijo cruzó al otro la’o, yo me le monté en el cuello y él me pasó al otro la’o. Y era como las 5:00 de la tarde y en ese monte ya todo estaba oscuro. Entonces ese señor me cruzó al otro lado. Cuando yo llegué a la casa de él, la señora me hizo unas sopas que, aunque yo era chiquita, eso a mi nunca se me olvida. La esposa de él, me hizo unas sopas de habichuelas blancas. Y me dio esas sopas y yo temblando del frío, mojá, entripá. Cuando escampó, porque ellos no me dejaron ir, aunque tampoco en mi casa fueron a buscarme a ver si yo estaba viva o qué había pasa’o. Nada, nada, nada. Yo recuerdo esas cosas y a veces me da un sentimiento tan hondo en mi corazón que yo digo coño cómo podría ser… porque ellos no eran padres malos… pero eran padres que no se preocupaban.
Arte por: Alberto Santiago | @alberto_santiago