Crónicas

Quiero morir en una casita hecha a mano

Arte: Milagros Pico | @milagros.pico

Arte: Milagros Pico | @milagros.pico

Escrito por: Marc Caellas | @marccaellas

Fui a la isla de Sao Miguel tras los pasos del poeta Antero de Quental. Por romántico, iconoclasta y suicida. Por su barba y sus ojos azules. Por su ludicez y coraje. Como mi admirado Gabriel Ferrater, Antero decidió partir poco antes de cumplir los cincuenta años. Si Ferrater declaró que no quería oler a viejo, Antero deseó caminar por el vacío y encontrar ese postrero abrazo, ¡oh hermana del Amor y la Verdad! Ciento y pico años después heme aquí, en el mismo banco de la misma plaza de la misma ciudad donde Antero de Quental se disparó. Detrás mío, el Convento de la Esperança, cuyas ventanas tan enrejadas quitan el aire y oprimen el pecho. Me siento un rato y observo la plaza. Hay un señor de tupida barba blanca y bastón con un parecido más que razonable a Hemingway. Hay varias mujeres que regresan de la misa de tarde de Corpus Cristi. Hay dos jovencitas tomándose fotos para las redes. Al rato entra en el campo visual un avión que casi se come el edificio donde nació mi amiga Catarina, antes clínica, ahora edificio gubernamental. Todo es tan fugaz que da miedo. Todo es tan liviano que tranquiliza. Todo es tan evanescente que aniquila. Resistir vale tanto como acometer.

Fui a la isla de Sao Miguel para entrar al mar en la mitad del Atlántico. En general, cuesta más describir momentos placenteros que momentos de desconsuelo o tristeza. Tendemos a pensar que narrar los instantes de felicidad puede aburrir o irritar al improbable lector, pero tendré que encontrar las palabras adecuadas para describir la sensación de entrar al Océano Atlántico en una piscina natural formada por rocas basálticas que se instalaron ahí hace más de un milenio. Debe haber algún modo no empalagoso de chapotear palabras como chapoteé esa mañana en Ferreira pendiente de la fuerza de las olas para no ser aspirado por el abismo marítimo. Quizás todo consista en quitarse el traje de baño del lenguaje y esforzarse por escribir desnudo de tópicos y banalidades mil veces leídas. Escribir “el silencio verde de los campos” en lugar de “el silencio de los verdes campos”. Igual tocará hacer como mi compinche Esteban y simplemente nombrar todas las palabras del diccionario que empiezan por mar: mar ancha, mar arbolada, mar bonanza, mar cerrada, mar de china, mar de donas, mar de fondo, mar del coral, mar gruesa, mar menor, mará, marabú, marabunta, marabuto, maraca, maracá, maracaibero, maracaná, maracayá, maracucho. Aquí me detengo, en maracucho, ¡qué genios mis amigos maracuchos!

Fui a la isla de Sao Miguel para entender que el carácter taciturno de sus habitantes quizás se deba a no tener más que el mar alrededor, me dijo en una cena Magda, mi anfitriona, reputada psicóloga. Al menos los que habitan las otras islas del archipiélago divisan varios espacios terrestres, pero nosotros sólo vemos el mar. Cuesta pensar que esta belleza de mar genere tales efectos, pero seguramente es aquello de “la maldita circunstancia del agua por todas partes”, que escribió el poeta cubano Virgilio Piñera al inicio de su genial poema La isla en peso. El mar, el mar, el mar. Los que viven rodeados de mar todo el tiempo terminan sintiendo el mar como la alambrada de una cárcel de la que es casi imposible escapar. Me contaban hoy sobre ciudadanos de Sete Cidades que jamás vieron el mar. No me lo creí, pero ahora pienso que bien podría ser cierto que hubiera gente que lleva treinta o cuarenta años sin salir de su pueblo, especialmente si su pueblo es un lugar dónde la belleza no es el resultado de un juicio sino que se siente en todo el cuerpo.

Fui a la isla de Sao Miguel para poner los pies en ese rincón dónde el mar, en toda su amplitud, forma un plano en ángulo agudo con el plano verde de la tierra, y parece que va a desmoronarse sobre ella. Lo describe con deslumbrante belleza el escritor Raul Brandao en Las islas desconocidas: “Frente a mí se entreabre un abismo que nos lanza hacia fuera de la vida, para regiones inesperadas del sueño. La convulsión, la brutalidad y el fuego levantaron hasta el cielo grandes paredes volcánicas, disponiendo en el fondo del caos algunos campitos delicados y dos lagos, uno enteramente verde, otro enteramente azul, separados por un hilo de tierra, y quietos, adormecidos, ensimismados. Las fuerzas desencadenadas llegaron hasta este resultado: un poco de azul, un poco de verde, ternura e idilio... Paredes cortadas a plomo, cargadas de árboles, que se despeñan de arriba abajo, acaban en el agua o en pequeñas llanuras de maíz, que la luz de las islas envuelve en una frialdad casta e inmóvil”. 

Fui a la isla de Sao Miguel para escuchar al primer ministro, Antonio Costa, decir que la centralidad atlántica de las Azores será clave en el control climático. Crecí educado por una madre fanática de los hombres del tiempo y su lenguaje: viento de poniente, masa de aire frío, frente cálido, nubosidad de evolución o chaparrones dispersos. Así, desde muy pequeño me familiaricé con el concepto Anticiclón de la Azores. Por supuesto, en Azores no son conscientes de ser unos generadores de buen tiempo. Para el dueño de un bar en Villafranca do Campo cuyas paredes están repletas de gorras, lo que distingue climáticamente a su isla de otros lugares es que las cuatro estaciones pueden suceder en un sólo día. Algo de verdad hay en la exageración, pero yo sigo queriendo saber qué es un anticiclón. Un anticiclón es una perturbación atmosférica que consiste en un área de altas presiones y circulación de viento en sentido de las agujas del reloj en el hemisferio norte, e inversamente en el sur, y que suele originar tiempo despejado. Que una perturbación limpie el cielo me parece una maravilla semántica, y que además surja en Las Azores me parece poético y bello. De alguna manera la isla siempre fue un refugio, de marineros, piratas, militares, pero también de botánicos que plantaron semillas de allende en los mares y que aquí encontraron la tierra fértil para crecer. Sao Miguel es un jardín botánico en el que vive gente. 

Fui a la isla de Sao Miguel para caminar los caminos que caminó el poeta Antero de Quental.  


Por el camino estrecho en que ni arbusto

florido se halla apenas, ni ave o fuente,

sino la loma estéril e inclemente

con fiebre y soles de desierto adusto;

Por el camino estrecho, sin disgusto

me adentré y sin temor les hice frente

A fantasmas surgidos de repente

para atacar mi corazón robusto.

¿Quiénes sois, peregrinos singulares?

Desengaños, Dolor, Tedio, Pesares...

Y la Muerte detrás, medio escondida...

Os conozco: seréis guías postreros.

¡Bienvenidos, oh mudos compañeros!

Y tú también, oh Muerte, ¡bienvenida!

Mural en la isla de Sao Miguel. Traducción al español: “Quiero morir en una casita hecha a mano”.

Mural en la isla de Sao Miguel. Traducción al español: “Quiero morir en una casita hecha a mano”.


Sobre Marc Caellas

Marc Caellas escribe libros, crea y dirige obras que convenimos en llamar “de teatro” y ejerce ocasionalmente de comisario de proyectos culturales que juntan literatura, música, teatro y arte contemporáneo. Es uno de los creadores de El paseo de Robert Walser, obra que ha llevado el caminar como práctica artística por barrios y ciudades de España y Latinoamérica. Ha publicado los libros Carcelona, Caracaos, Drogotá, Neuros Aires y Teatro del bueno. Su proyecto más reciente es Suicide Notes, un concierto instalación performance creado con David G. Torres.

Némesis Mora