Me separo del grupo y camino solo, ahora mismo no estoy interesado en su conversación. A la vuelta de unos árboles aparece majestuosa y elegante la montaña de Montserrat. Es momento de detener el paso y contemplar toda su belleza y sentir toda su energía y aspirar todos sus aromas. Embobado frente a la montaña mágica, imbuido de sus piedras que a ratos parecen una sierra, a ratos una manada de perros, en función de la luz y de la mirada singular con la que me sitúe frente a ella. Son diez, quince minutos de éxtasis en la naturaleza.
Retomo la ruta que avanza entre matojos. Así, tal cual, como hierbas que son, los brotes se abren. Me siento en las hierbas, por fin ha llegado el otoño. Un pino entre la piedra, desde hace mucho hojas caídas. Hay un pájaro que ha venido, y que no canta. Impresiones sentidas en presente y leídas posteriormente en pasado en los haikus de Taneda Santôka, el poeta vagabundo japonés que caminó toda su vida para olvidar el suicidio de su madre, para olvidar sus crisis nerviosas, y también para olvidar que no consiguió estudiar literatura, como era su deseo. “Demasiado contacto con la gente trae conflictos, odios y apegos. Para librarme a mí mismo de la violencia íntima, y el aborrecimiento de los demás, debo caminar”.