Crónicas

Caminar una planta sagrada

Ilustraciones por: Nick Öhlo | @nick_ohlo

Escrito por: Marc Caellas | @marccaellas

La medicina te trata muy bien, me dice Raquel, la chamana, sonriente. Desde mi primera toma, septiembre 2020, siento su abrazo amoroso por todo el cuerpo. Acostumbrado a las embestidas de la ayahuasca, que actúa de manera más directa, los efectos de la wachuma son sutiles, más prolongados, pero igual de intensos ya que su efecto persiste días después de su ingesta. La wachuma, o huachuma, o el cactus de san pedro, es un cactus originario de la selva del Perú. Desde hace más de tres mil años se utiliza como medicina y su ingesta nos conecta con lo divino y es un sendero para abrir la conciencia y conocerse mejor.

En un primer momento, la wachuma es un chute de energía que te anima a salir al bosque y caminar. Con la sensibilidad exacerbada, el cuerpo recibe los silbidos del viento, el caer de las hojas y el despliegue cromático como si los sintiera por primera vez. Lo importante no es tanto “ver” cosas como intensificar el momento presente, el aquí y ahora, la conexión con este bosque del municipio español de Abrera por el que me adentro un sábado de finales de octubre. 

Caminar la wachuma es percibir la respiración de la tierra como la propia. Detenido en una esquina del camino, me arrodillo y visualizo un movimiento constante, inspiración e expiración. Un poco más adelante repito el gesto de concentrar la mirada en el suelo para divisar entonces un despliegue de totems, animales o brujos, formas precolombinas sólo vistas antes en museos o fotografías. Sí, es algo mágico constatar el poder de la mente para convertir un camino pedregoso y marrón en un sacerdote inca o en una chamana azteca. La planta te ofrece un ejemplo de lo que somos capaces si le ponemos conciencia a nuestra vida. Expandir la mente y el autoconocimiento son algunas de las razones por las cuáles me acerqué a las plantas, pienso mientras cruzo una inesperada carretera que atraviesa esta parte del bosque. Me pregunto por qué necesito de las plantas para ampliar mi campo sensible. Me respondo que la ciudad anestesia determinadas capacidades sensoriales que sólo con medicina pueden recuperar su función original. 

Sigo caminando hasta que aparece un pitbull negro. Tras unos instantes de vacilación, es un perro enorme, me doy cuenta de su actitud amistosa. Mientras lo observo, el perro aprovecha para orinar varias veces en una suerte de círculo que dibuja alrededor mío marcando territorio, dándome protección. Me sigue montaña arriba con la lengua fuera. Se nota que le cuesta. En la segunda parada nos acostamos todo el grupo en el suelo, a su lado, aprovechando las sombras laterales de unos matorrales, y lo acariciamos sin temor, le hablamos y especulamos con que este perro es el espíritu de la montaña, que apareció para decirnos que todo va a estar bien.

Me separo del grupo y camino solo, ahora mismo no estoy interesado en su conversación. A la vuelta de unos árboles aparece majestuosa y elegante la montaña de Montserrat. Es momento de detener el paso y contemplar toda su belleza y sentir toda su energía y aspirar todos sus aromas. Embobado frente a la montaña mágica, imbuido de sus piedras que a ratos parecen una sierra, a ratos una manada de perros, en función de la luz y de la mirada singular con la que me sitúe frente a ella. Son diez, quince minutos de éxtasis en la naturaleza.

Retomo la ruta que avanza entre matojos. Así, tal cual, como hierbas que son, los brotes se abren. Me siento en las hierbas, por fin ha llegado el otoño. Un pino entre la piedra, desde hace mucho hojas caídas. Hay un pájaro que ha venido, y que no canta. Impresiones sentidas en presente y leídas posteriormente en pasado en los haikus de Taneda Santôka, el poeta vagabundo japonés que caminó toda su vida para olvidar el suicidio de su madre, para olvidar sus crisis nerviosas, y también para olvidar que no consiguió estudiar literatura, como era su deseo. “Demasiado contacto con la gente trae conflictos, odios y apegos. Para librarme a mí mismo de la violencia íntima, y el aborrecimiento de los demás, debo caminar”.

Durante el camino de regreso al campo base siento de nuevo la medicina circular con alegría y desenfreno por las autopistas de mi cuerpo. Sonrío, miro a Raquel, y en su mirada encuentro placidez, tranquilidad, disfrute. Hacemos una pausa reparadora, contemplativa. Uno de los compañeros de ritual vomita con ganas y hasta una araña dice que ve salir de dentro. Mi estómago ejecuta algunos ruidos, pero no pide evacuación así que seguimos caminando.

Un poco más adelante me tumbo bajo un árbol, brazos extendidos, corazón y manos abiertas. Miro al cielo que aparece y desaparece entre la danza de las ramas. Este pino no necesita caminar para moverse, vivirá más tiempo que yo sin necesidad de desplazarse. Su caminar es interior y ésa es otra enseñanza de la wachuma. Caminante, no hay camino, se hace camino al andar, sí, pero al andar hacia uno mismo, hacia la propia conciencia de nuestro minúsculo papel en medio de una hoy menos abrumadora naturaleza.


Sobre Marc Caellas

Marc Caellas escribe libros, crea y dirige obras que convenimos en llamar “de teatro” y ejerce ocasionalmente de comisario de proyectos culturales que juntan literatura, música, teatro y arte contemporáneo. Es uno de los creadores de El paseo de Robert Walser, obra que ha llevado el caminar como práctica artística por barrios y ciudades de España y Latinoamérica. Ha publicado los libros Carcelona, Caracaos, Drogotá, Neuros Aires y Teatro del bueno. Su proyecto más reciente es Suicide Notes, un concierto instalación performance creado con David G. Torres.

Némesis Mora