Escrito por: Cindy Burgos | @cindy_andreina
A principios de la pandemia, tuve uno de esos momentos de desesperación en los que quería hacer más ejercicio y salir de casa, así que me antojé de un par de patines tipo rollers. Era un deporte que no había hecho en 20 años. Los últimos —y únicos— patines que tuve los compartí con mi hermano menor en el poco tiempo que tuvimos los pies del mismo tamaño.
En Puerto Rico no veía a nadie patinando. Tenía la idea de que eran un juego de niños. En cambio en Buenos Aires, ciudad a la que llegué un mes antes de la pandemia, los parques están repletos de patinadores aficionados. Algunos toman clases, otros se pasean con sus auriculares como si volaran en un mundo alterno al nuestro. Los ves en las ciclovías y hasta entregando deliveries. Es un modo cool de moverse.
No pretendía ser una patinadora profesional, solo aspiraba a divertirme de vez en cuando en el Rosedal. Tampoco quería nada caro, por lo que me metí en Mercado Libre y elegí un modelo barato con una calificación de 4.7 estrellas. Tenía buenos comentarios. Los compré rosa y blanco, ni siquiera los que tuve de niña eran de ese color.
Los patines llegaron al día siguiente. Venían en una bolsa plástica transparente con detalles rosa. Me los probé al instante. Con piernas temblorosas como un venado recién nacido, recorrí la sala de mi apartamento soñando con estrenarlos en un parque, ser yo la tipa cool con rollers. “Será más fácil afuera”, me dije. Pronto sabría que me equivocaba.
El miedo
Salí con mi novio a patinar en la calle cortada frente a mi apartamento un par de veces por la noche. Me emocionaba intentar algo nuevo en momentos en que el mundo nos prohibía interactuar. Él se veía cómodo en sus patines. Sabía tomar velocidad. Frenaba con facilidad. Su cuerpo tenía memoria de sus movimientos en la infancia. El mío no. Yo me deslizaba con cuidado de no caerme. Me aguantaba de los carros estacionados en la calle. Era una especie de Frankenstein en patines. Necesitaba practicar.
Una de esas veces patinando en la calle, mi novio pensó que era una buena idea empujarme por la espalda para que yo tomara velocidad. Su empujón hizo que perdiera el balance, mis piernas se elevaron hacia el cielo y mi cuerpo cayó de culo en el piso. El golpe fue tan fuerte que solo pude gritar:
—¡Me muero! ¡No puedo respirar!
Él me asistió, pero el miedo se apoderó de mi mente. Tenía miedo de contagiarme de COVID-19, miedo de fracasar en la maestría que estaba haciendo, miedo de no tener amigos viviendo en una ciudad nueva y ahora también tenía miedo de patinar, de caerme patinando.
Esa fue la última vez que patiné, hasta ahora. Un año después, me dije que los patines no serían otra fuente de angustia. Así que decidí buscar ayuda de un profesional para reiniciar esta aventura.
La búsqueda
En una página web de profesores de todo tipo de clases encontré a Cecilia Kordic, una instructora certificada por la Federación Argentina de Patinaje sobre Hielo (FAPH) cuya trayectoria me sorprendió: 10 años de profesora y 30 años de patinaje. Las clases individuales iniciaban en AR$850. No era la más económica, pero sí la que parecía tener mayor experiencia. Además, me interesó que su expertise fuera en patinaje sobre hielo, un deporte que solo intenté una vez en mi vida en la única pista sobre hielo que había en Puerto Rico. Sí, en medio del Caribe, hay una pista de patinaje para gente que no sabe qué es el frío. Me había encantado.
Intenté escribirle por la página, pero me cobraban. Así que la busqué por internet, encontré su contacto y le pregunté por las clases. Quedamos el viernes, 7 de mayo, a las 11:30 de la mañana en la pista de patinaje del parque Las Heras. Me rompía un poco el día para trabajar desde casa, pero le di una oportunidad.
Primer intento
Ese viernes a la mañana, la pista de patinaje del parque Las Heras recibía un sol brillante. Estaba rodeada de árboles. Había grupos de niños y adultos patinando, un tipo haciendo yoga, otro bailando con el reggaetón a todo volumen, dos chicos en un banco fumando porro y un par de gente paseando bebés o perros. No sabía que había tanta movida a esa hora.
Busqué a Cecilia entre la multitud. Estaba con su esposo, Gerardo Pastorino. Ella bajita y menudita, él alto, altísimo. Los dos en patines y ropa de entrenar. Cecilia me dijo que Gerardo sería mi instructor y me decepcionó que no fuera ella, pero no dije nada. Me ordenaron que me pusiera los patines y las muñequeras, que no era necesario las coderas ni las rodilleras porque afectarían mi movilidad.
Estaba nerviosa y emocionada. Me gustaban esas cosquillas que sentía por aprender algo nuevo a mis 31 años. Tres niñas de menos de 10 años que patinaban en la pista miraban mis patines rosa, mi falta de habilidades y se lucían acelerando, haciendo giros, patinando en cuclillas. Yo intentaba no intimidarme.
Gerardo era un cincuentón que había comenzado a patinar hacía 10 años. Incluso había llegado a competir en patinaje sobre hielo, me contó. Pese a su altura, se veía cómodo con los patines, pero no tanto como Cecilia, que los manejaba como si fueran otra parte de su cuerpo.
Me explicó que el balance para patinar se hace poniendo el pie debajo de la cadera, flexionando el tobillo para proteger la rodilla. Esa flexión de tobillos es clave para cualquier truco. Poner los brazos hacia adelante y mirar al frente te ayuda a no caerte hacia atrás.
—Se puede aprender de grande —me dijo Gerardo con su mano cerca de mi espalda, atento de aguantarme ante cualquier pérdida de balance. —Flexioná, flexioná —me repetía, pero mi cuerpo no respondía, los pies me dolían de una forma rara e intensa. Patinar quema más calorías que correr, leí después.
Por la pandemia, Gerardo y Cecilia no podían dar clases grupales. Daban clases particulares a grandes y chicos en distintas partes de Buenos Aires. Tenían varios alumnos que trabajaban en hospitales y encontraban en el patinaje su fuente de escape.
El principal obstáculo de la pandemia no había sido lo de las clases grupales, sino algo peor: cerraron las pistas de patinaje sobre hielo, por lo que se aferraban a las ruedas hasta nuevo aviso.
Dos pistas de hielo para toda la Argentina
Cuando terminó la clase, Gerardo y Cecilia me enseñaron sus ejercicios de estiramiento. Esto es fundamental para mantener la flexibilidad y ayudar al cuerpo a recuperarse del entrenamiento. Me dijeron que en la pandemia cerraron todas las pistas sobre hielo que había en Buenos Aires. Solo quedaban dos pistas en toda la Argentina: una en Bariloche que forma parte de los negocios de la familia Fenoglio, dueños de Rapanui, y otra en Ushuaia, que solo abre en temporada de invierno porque es al aire libre. Ambas a más de 1,500 kilómetros de la capital.
No solo el patinaje sobre hielo estaba “muriendo” en el país. También lo hacían otros deportes sobre hielo, como el hockey.
—El patinaje sobre hielo se fundió, fundieron las pistas de hielo. Hubo un quiebre por parte de los dueños. No pudieron cubrir los gastos, no tenían ni para el personal. Entonces dieron quiebra y cerraron todas las pistas. No hay ninguna pista de hielo. El deporte se cayó por completo y todos los patinadores de Buenos Aires decidimos hacer lo que sea para mantener al menos a los chicos en actividad. Empezamos con una actividad que se llama off ice, que es fuera de hielo, fuera de pista —dijo Cecilia mientras se quitaba sus patines para ir a dar clases a otra parte de la ciudad.
Cecilia organizó dos competencias off ice por Zoom, las primeras de Latinoamérica. Los competidores hacían sus coreografías como si tuvieran patines, pero todo era sobre el piso, por cámara. Luego de eso, les sugirió a sus alumnos usar patines inline mientras vuelven las pistas sobre hielo. No es lo mismo, pero es lo más parecido que hay. Es más, en hielo es más fácil. Entonces ahí también empecé a añorar el retorno del hielo.
Vivir del patinaje
Cecilia empezó a patinar —sobre ruedas— con apenas siete años. Una vecina la vio patinar con sus amiguitas en la calle y le recomendó a su madre que la llevara a entrenar. Con su club de patinaje ganó varias competencias, pero en la adolescencia dejó de patinar porque no encontró un coach que le gustara.
—El patinaje es lo único que pensé que calzaba conmigo y el único deporte que me gusta. Probé deportes, pero nunca me gustó nada como este y es algo que tengo desde chiquita. Para mí es especial y es complicado decir que es una pasión que siempre la llevé. Entonces no es algo que me apasiona, sino que es algo que es parte de mi vida. Yo amo patinar y más sobre hielo. Sobre hielo siempre es algo que anhelé cuando era chica. Miraba todas las competencias y a veces mi mamá me llevaba a los espectáculos también sobre hielo y a mí me encantaba. Cuando tuve la oportunidad a los 20 años de poder trasladarme sola, me compré un par de patines y me fui a una pista que estaba en capital. Y ahí empecé y no abandoné nunca más. Me enamoré del patinaje sobre hielo.
Aunque estudió escenografía y efectos especiales, a los 20 años inició su carrera como patinadora sobre hielo. Vivió de dar shows, de competir. Luego se recibió de coach con la FAPH y sumó otra forma de ingresos a su vida. Aunque no le apasiona el patinaje sobre ruedas, le ayuda a vivir.
Hace un año, tuvo una operación de ovarios que no le permitió patinar por el dolor, pero nunca se le pasó por la cabeza que dejaría de patinar. Le dijeron que necesitaría seis meses para recuperarse y volver a la pista, pero en un mes y medio ya tenía los patines puestos. Lo último que dejaría en su vida serían los patines.
—Quizás algún punto negativo es a veces la gente que rodea el deporte. A veces en lo laboral también, siempre quieren ser mejores, hay muchas envidias, están todo el tiempo testeándose para ver quién es mejor y quién no, pero es parte del deporte también. He notado igual que acá en Argentina es mucho peor. En el exterior, la gente no es así. Al contrario, te ayuda y es mucho más amable. Si tuviera que decir algo negativo, algo que no me gusta del deporte, quizás sería un poco el entorno, pero en este país. En otro país no tuve ese tipo de roces, ni nada de situaciones raras. Acá es como que a veces te ponen muchos palos en la rueda para que no avances. Es lo único, pero después tengo mis amigos y todo, lo que es mi familia del hielo. Uno se hace sus amigos que los ve todos los días, cuando entrena, cuando da clases, entonces, ahí también está mi segunda familia —dijo Cecilia, que saluda a muchos de los patinadores cuando da clases.
Sus palabras me recordaron una película que había visto un par de años antes, Yo, Tonya. Es una de tantas películas de patinaje sobre hielo, pero tenía algo particular: una protagonista vengativa que había arruinado su carrera por la envidia. La patinadora olímpica Tonya Harding fue vedada de patinar de por vida luego de que se comprobara su participación en un ataque a una de sus contrincantes. Lo de la mala competencia en el patinaje sobre hielo me parecía conocido.
Nos caemos y nos levantamos
En la segunda clase de patines me sentía tan principiante como en la primera. Gerardo me animaba a soltar mis miedos, a confiar en que mi cuerpo encontraría el equilibrio necesario para fluir con los patines.
—Si nos caemos, nos levantamos. Si querés ir practicando cómo disminuir la velocidad, es así, mirá. Vamos a hacer el abre y cierra de cero, así. Los pies en V abrimos, el balance tiene que ir hacia adelante. Cuando llegás ahí, flexionamos y ahí nos vamos hacia adelante. Abrí los pies y para atrás.
—Es que no sé de dónde sacas tanto impulso —le respondí, intentando repetir sus movimientos sin éxito.
—De los tobillos. Cuando flexiones, sentís las lengüetas del patín que se apoyan contra el tobillo. Esta es la energía que te permite ir hacia adelante. Aprieta el estómago. Llevás la cadera, pero cuando vas a frenar, sacás la cadera hacia atrás, sacás la cola.
—Me molestan mucho los pies. Todavía tengo que acostumbrarme a esta sensación.
Después de esa clase, me contagié de COVID-19. Estuve dos semanas sin ir, sin practicar. Fue como echar a perder todo ese impulso de aprender.
Fluye
Tan pronto me recuperé, retomé las clases. En esos días, Gerardo se fue de viaje a su Uruguay natal y tuve por fin a Cecilia de profesora. Pude observarla de cerca, sus patines con brillitos, su confianza al girar, sus movimientos sutiles. Al principio de cada clase, sentía que volvía a comenzar. Pero poco a poco, mi cuerpo reaccionaba más rápido, aunque siempre con dolor de pies. Nunca compré las plantillas que me recomendó Cecilia. Aprendí a patinar hacia atrás, a girar a ambos lados de distintas formas, a esquivar los conos pequeños que colocaban en el piso. Mi meta era lograr hacer un giro como muchos de los adultos que veía en clases particulares en el mismo parque.
En la cuarta clase, un señor que paseaba a su perrita me vio esquivando los conitos. Se me acercó y me dijo que venía bien la patinada. Mientras yo seguía mi clase, él daba vueltas alrededor de la pista con su perrita. En una de ellas, se detuvo y me pidió que escuchara su teléfono. Había puesto un video de YouTube con un audio de una cascada.
—Esta eres tú patinando. Debes fluir. Sigue intentando que poco a poco vas a lograrlo. Es como la vida. hay que seguir intentando hasta que te salga.
Sus palabras me llenaron de ánimo. Por fin sentía que se notaba de afuera que iba avanzando.
La chica del conjunto dorado
En la quinta clase, logré hacer una media vuelta. Después de varios intentos, pude voltearme de adelante hacia atrás y seguir patinando de espaldas, aunque con dificultad. En medio del entrenamiento, Cecilia bromeó con un amigo que patinaba en la pista.
—¿Por qué hacemos esto? —le preguntó para que yo lo escuchara.
—Por masoquismo —contestó el amigo y ambos rieron a carcajadas. —Se sufre pero es por pasión. Es un buen entrenamiento.
Mientras yo tomaba mi clase, había una chica con un conjunto dorado que practicaba una coreografía con su instructora personal. Era hermoso verla dando vueltas y bailando en patines. Se cayó muchas veces, pero siempre se levantó y lo volvió a intentar. Tenía toda la pasión que yo buscaba en este pasatiempo.
Cuando ambas terminamos de entrenar, me acerqué y le pregunté por su coreografía, por su patinada. Se llamaba Agustina Tavelli, de 23 años. Había empezado a patinar sobre hielo justo antes de la pandemia, así que tuvo que aprender desde su casa, sin patines. Luego, había decidido hacer patines inline hasta tanto volvieran las pistas sobre hielo. Sus entrenadoras eran las hermanas Cerezo, de Ice Power Skating Club.
—Lo empecé porque estaba buscando un hobby. Estudio Medicina, me estoy por recibir en seis meses y dije, “Tengo 23 años”, si me decís, “¿Qué hacés de tu vida?”, digo “Estudio”. “¿Bueno, pero qué más?”, “Nada”. Entonces dije, “Bueno, me tengo que conseguir un hobby”. Y me encanta el patinaje —me contó mientras se quitaba sus patines metódicamente. —Hace como cuatro años me volví súper interesada y una amiga me dijo: “¿Por qué no patinás?”. Y bueno, me cagó la pandemia, pero acá estoy igual.
—Al final, no te cagó porque lo sigues haciendo —le dije para animarla.
—No. Lo sigo haciendo y es mi cable a tierra.
—Te veo que te caes y te paras. ¿Te duele, no te duele, ya te acostumbraste?
—Duele más el cemento que el hielo. La verdad que extraño el hielo porque duele menos, pero soy así de me caigo, me paro y sigo.
El patinaje se convirtió tanto en el centro de su vida, que cada vez que viaja, busca si hay pistas de patinaje sobre hielo en el destino para llevarse sus patines.
—Es como algo que ya entra en juego en todas las decisiones que tomo. Si me voy de viaje, me los llevo. Si me voy de viaje, entra en juego el factor de si hay una pista donde pueda patinar sobre hielo y lo ideal es que sí y en ese caso me llevo los patines, que están ahí juntando polvo por meses. Así que sí, es 100% parte de mi vida. Si me decís, elegí algo para hacer todo el tiempo libre por el resto de tu vida, digo patinar sobre hielo y chau. No sé si lo haría profesionalmente.
No hay edad para las pasiones
En esa quinta clase, también había un hombre más grande que el resto de nosotros patinando con auriculares, vestido de negro, metido completamente en su mundo. Me acerqué para preguntarle por su estilo de patinar. Era Juan Torales, de 58 años.
—Llevo 20 años patinando. Empecé porque vi una película, Castillos de Hielo. No entendía nada. Me gustó la música, la chica bonita que patinaba y lo que hice fue buscar pistas de hielo. En ese momento no había pistas de hielo en Buenos Aires. Y agarré y me pasé a ruedas. Estuve más o menos un año con cuatro ruedas tomando clases y después abrieron las pistas de hielo y de ahí seguí. Hasta que, bueno, antes de la pandemia tuvieron que cerrar todos por la cuestión económica.
—¿Y ahora no se sabe cuándo abrirán esas pistas sobre hielo? —le pregunté.
—No. Hay un proyecto. Dicen que hay un lugar a fines de diciembre de 2021 o principios de 2022 en Devoto, que es una persona que tiene poder económico, que juega al hockey y está buscando sponsors. El sitio está, el tema es el mantenimiento. El costo es muy caro. O sea, los deportes de hielo son caros aquí y donde sea. Así que estamos con esa esperanza.
Otro más que añora el hielo, que espera sobre ruedas hasta poder volver a las cuchillas, al frío. Juan entrena con Ricardo Hastings, un señor que patina desde 1976 y que forma parte de la Escuela de Patinaje Artístico sobre Hielo, una de las seis que es miembro de la FAPH.
—¿Cada cuánto vienes a patinar?
—Mirá, antes de la pandemia, patinaba cuatro veces a la semana. Obvio, después de la pandemia, es como que estoy patinando dos y esta semana empecé a venir a la noche —dijo Juan guardando sus auriculares en su mochila. —Salgo de la oficina, vengo para acá, me cambio y patino una hora porque realmente te importa. Cuando no entrenás seguido, más en el tema de piruetas, se te pierde. Te caes. Necesitás constancia.
—¿En qué has competido?
—Solista.
—¿Haces una coreografía?
—Una coreografía, saltos, troncos. En realidad, a mí lo que siempre me gustó es la danza. Danza sobre hielo. Acá antes no había danza, por eso opté por solista. No me gustan las parejas de alto. La danza sobre hielo me gusta más.
En el patinaje artístico sobre hielo, hay varias modalidades para competir: individual para hombres y mujeres, y en parejas. Esta última modalidad puede ser en pareja de alto (quienes saltan por el aire) y en danza, que no requiere de ese tipo de saltos. En patinaje artístico sobre ruedas, hay siete modalidades: figuras, libre, danza individual, pareja de danza, pareja libre, show y precisión. En Argentina, solo el patinaje artístico sobre ruedas mantiene competencias constantes debido a la falta de pistas de patinaje sobre hielo.
Un último intento
En mi séptima clase, la última antes de escribir esta crónica, volví a entrenarme con Gerardo. Tanto él como Cecilia se habían convertido en mis amigos, teníamos cada vez más confianza, era parte de ese grupo de patinadores constantes. Ya sabía de la casa que querían comprar en Uruguay y de la pasión de Gerardo por la música. Ambos mezclaban sus pasiones: Gerardo había acompañado con la guitarra a Cecilia durante uno de sus shows de patinaje sobre hielo.
Era mi último intento para lograr una vuelta, pero no lo logré. En vez de eso, me caí un par de veces y me lastimé la rodilla, aunque nada paralizante. El miedo por caerme se había apaciguado. Mis deseos por seguir aprendiendo crecían. El patinaje se había convertido en ese ejercicio que siempre quise incluir en mi estilo de vida, pero no en una nueva pasión.
Por fin pude ir al parque y mostrar mis nuevos dotes. Días después de la clase, fui con mi novio a los Bosques de Palermo para probar mis conocimientos. Al principio, fue difícil acostumbrarme al asfalto, pues las ruedas son más fáciles de manejar en la pista de patinaje de cemento liso. Pero luego de pasar esos primeros 15 minutos de dolor de pies, recorrimos el parque y hasta practiqué esquivar los conitos con unas marcas rojas que había en el pavimento.
Quizá nunca llegue a ser una experta, pero es mejor vivir intentándolo.