Crónicas

Hablemos de dolores fugaces

Ilustraciones por: Agata Lučić | @lucic.agata

Escrito por: Maura Escribano | @soymauraescribano

Hay dolores y hay dolores. Y aunque siempre abordamos los que aquejan rincones inexplorados del cuerpo y del alma, hay otros que por fugaces, pasan desapercibidos, no sin antes haber dejado lágrimas forzadas o serios lamentos.

Si nos sinceramos un poco, todos nos hemos caído alguna vez, y de esa caída, hemos sido presos de una llaga que arde y supura, que nos inhibe de movernos con soltura, que se seca y se descascara a la menor provocación. Una llaga “telescópica” que, con el asomo de un algodón humedecido con alcohol, nos hace ver las galaxias, sus constelaciones y hasta morder el polvo estelar.

Pero incluso esa molestosa llaga puede catalogarse como un dolor de larga duración, porque arderá y molestará hasta secarse y caerse sola, un proceso que toma entre tres y cinco días... pero, ¿y cómo se gestionan los dolores fugaces? 

Ciertamente, yo no tengo la respuesta. Pero sí puedo dar fe de la intensidad de su brevedad.

Lágrima agria

Vas a un restaurante y pides agua con gas y un limón. Exprimes y de primera, ni una gota. Aprietas más fuerte y vuelves a exprimir: gajos por doquier y una triste gota que cae en el vaso. Vuelves a exprimir, y la gota, cual puñal afilado, entra al ojo. El calambre -porque sí, es un calambre-, lo sientes en los ojos, en la nariz, en la frente, en la cabeza y hasta en la garganta. A penas puedes pensar o abrir los ojos. Mientras lo intentas, te arrugas, abres la boca en una especie de mueca ininteligible y solo ves tus pestañas aleteando como un zumbador. Cuando logras abrir los ojos, brota un lagrimón, agrio y con el peso del rímel. 

Asincronía bucal

Nada calma el rugido estomacal mejor que un plato de comida recién servido. Lo observas, lo hueles, lo saboreas, lo disfrutas… hasta que das el primer mordisco, y lo que pincha tu mandíbula -tiesa y sin intención de aflojar- es la punta o el lateral de tu lengua. Ese dolor es bien particular porque actúa como onda expansiva. Tiene un punto central que se transforma en corazón y comienza a latir lento, fuerte y consistente. Los latidos se van expandiendo de tal manera desde el epicentro del dolor lingual, hasta que sientes calor en la boca. Sin mentir, en ese momento, la boca suda.

Pelarse como un guineo

Como un guineo. Así pudieran pelarse los dedos. A no ser que seas “freak” de las manicuras, hay un solo día en el año en el que recuerdas que en las manos, además de uñas y dedos, también hay cutículas. Reconoces ese maldito día cuando se asoma un cantito de piel, una esquinita infernal justo en el borde contiguo de la uña y por accidente, ¡zas!, lo arrancas. La intensa sensación de que te acabas de cercenar el dedo dura unos 10 segundos; 10 segundos en los que sientes un millón de alfileritos atravesándote el dedo, sientes que lo perdiste. No son bromas, una vez remueves ese pellejito luciferino, el dedo afectado se convierte en antena, obligándote a mantenerlo recto sin importar la tarea para la cual lo vayas a necesitar. 

El corte más fino

Puede pasar en infinidad de ocasiones y aún así, nadie ha logrado descifrar si es dolor, ardor, picor, o todas a la vez. Que un cuchillo corte, se entiende. Que unas tijeras o cualquier objeto filoso te rasguen la piel, también. Está totalmente justificado. ¿Pero un papel? Una ho-ja de pa-pel. Eso es vil, es crueldad, malicia perversa. Es dolor picante, ¡y cómo arde! Pero aunque eres consciente de que el corte es diminuto, tu cerebro lo procesa como el roce de un sable y tiendes a taparlo con presión como si te fueras a desangrar. 

Roce infernal

Dicen que Dios nos hizo perfectos, a su imagen y semejanza. Pero cuanto más lo pienso, más me pregunto si Dios tuvo muebles en su casa, si tuvo paredes, algún armario en el que guardaba sus túnicas, una silla favorita, algo con qué tropezar. Estoy convencida de que no, que el reino de los cielos es pura nube. Y es que cada vez que el dedo meñique del pie se encaja en alguna esquina, inmediatamente se nublan los sentidos, te teleportas a una dimensión desconocida de dolor, te mueres, tocas las puertas del cielo y San Pedro te las cierra; bajas al infierno y te devuelven porque aún te falta sufrir en la tierra, y todo eso sucede en cinco segundos. Cinco segundos en los que -además de tu corazón- se detiene el tiempo, el viento y la razón. Es, por mucho, que este dolor fugaz, es el peor de los peores.

Némesis Mora