¿Quién imaginaría que alguien llamado Cándido pintaría una guerra?
A Paola que disfruta saber de guerras, pero es la paz.
Por: Esther Armenta | @estherar_menta
Colgados parecen fotografías, fotografías de paisaje. Treinta y dos cuadros. Horizontales. Todos firmados con el mismo nombre: Cándido López. Parecen fotografías de paisaje, pero son cuadros de guerra, una iniciada en 1865. La de la Triple Alianza o Guerra Grande. Los trazos, diminutos, se exhiben en el Museo Histórico Nacional de Buenos Aires. Cuatro ejércitos pintados, heridos, mutilados. Argentina, Uruguay, Brasil y Paraguay. En las pinceladas, esos ejércitos lo mismo saben de divertirse que de morir en medio de la selva. Hay vida entre tanta muerte consensuada. El conflicto pintado es un espectáculo de contradicciones que se manifiestan en las escenas, en el río y en el cielo versátil: azul, despejado, grumoso, fúnebre.
-¿Quieren rock o quieren guerra?, pregunta una de las guías del museo.
Los visitantes eligieron la historia del rock nacional. En la sala donde se muestra la obra de Cándido, seguimos la encargada de seguridad y yo. Estamos rodeadas de silencio, pero en los cuadros está la sensación del ruido, tan cambiante como el cielo. Veo los cuadros y siento escuchar el estallido producido por la artillería, el galope de la caballeriza, el miedo y la caída de los caballos, el grito de hombre que reconoce su muerte justo antes de que se produzca. Los ruidos en los cuadros son unos, pero no aseguro que sean todos los que se escucharon. Inmersa en la obra de Cándido López, cuestiono: ¿por cuánto tiempo permanece el sonido de los cañones en la memoria de los sobrevivientes? Y por si acaso, pasados los enfrentamientos ¿el sonido del río vuelve a traer la imagen de calma después de llevar en su corriente la miseria y el terror? Para que los sonidos lleguen a la tela, ¿qué tuvo que pasar?, ¿qué recorrido hicieron? Pienso que llegaron al tímpano del soldado y reventaron como los cuerpos de sus compañeros frente a los disparos y así, como la muerte o las cicatrices de las heridas, no se fueron más.
En la memoria de Cándido López la lucha fue un eco largo. La escuchó entre 1865 y 1866, cuando peleó a favor de la Triple Alianza conformada por Argentina, Uruguay y Brasil, contra Paraguay. En sus días de soldado, además de artillería, tenía consigo cartones, carbón y el permiso del presidente argentino Bartolomé Mitre para dibujar lo que veía en la selva. Peleaba y dibujaba, salía y registraba. Hasta que no hizo más ninguna de las dos. El 22 de septiembre de 1866, durante la batalla de Curupaytí -considerada una de las más sangrientas del conflicto-, perdió la mano derecha a causa de una explosión de granada. Atendido por el doctor Lucilo del Castillo, se previno el fin de su época creadora. En febrero de 1867, regresó a Buenos Aires con noventa bocetos y un nuevo apodo: “El manco de Curupaytí”.
La resonancia de esa época perduró en la memoria. Como si el recuerdo visual y sonoro guiaran a la mano izquierda, Cándido fue contra el pronóstico; aprendió a pintar la guerra. El resultado: “negras nubes de su doliente espíritu”, según describió en el libro La cartera de un soldado, el coronel José Ignacio Garmendia, quien dedicó el capítulo Los cuadros de un inválido, al manco de Curupaytí.
Todo lo venció al fin su inalterable patriotismo, y la gloria de los argentinos que como un astro propicio vino á iluminar su mente atormentada, le dio fuerza y perseverancia para soportar su angustia de soldado. Sus nobles recuerdos convulsionando su alma con emociones santas, apiñados, en tropel animaron la tela del futuro con los sangrientos colores del pasado. (Extracto de la cartera de un soldado. Páginas 40-41).
En el óleo Pasaje del arroyo San Joaquín, 16 de agosto de 1865, el cielo es azul claro y de nubes blancas espumosas. Verde limón en la yerba y más intenso en los árboles. Soldados avanzan en una caminata petrificada por la pincelada, atraviesan el cauce, semidesnudos del torso a los pies, artillería al hombro. Otra pintura, Pasaje del Riachuelo, 23 de diciembre de 1865, al fondo: cielo, nubes, uniformados en un puente de madera cruzan el riachuelo. Al frente: la vida salvaje, casi primitiva. Hombres y caballos desnudos nadan de izquierda a derecha, a la orilla del agua, un soldado en cuclillas lava una prenda blanca, no hay ejército que lo vista, solo el cuerpo. El río los limpia.
Los cuadros suceden uno detrás del otro, sin temor a exhibir la pluralidad visual de hacer la guerra.
-Detrás de la línea para ver el cuadro, por favor.
La vigilante pone fin al silencio, crucé el límite. Pinturas de 41 x 106 centímetros, compuestas de figuras minúsculas que se revelan en la cercanía. Es necesario pararse frente a ellas, al borde de lo permitido, para advertir la amplitud del enfrentamiento. A pesar de la miopía, el astigmatismo y la distancia física que nos separa, logro ver los detalles. Detrás de la línea aprecio la interpretación pictórica de la guerra del Paraguay, me acerco a ella, olvido que está pintada, percibo movimiento. Veo la organización, la estrategia, las banderas de la Triple Alianza, del Paraguay, los momentos de ocio, la comida, los hombres que beben mate alrededor del fuego, las mujeres al lado de las bestias, veo la calma, los rituales. Veo lo humano. La quietud en los cuadros es una contradicción que se suma a la del nombre del artista. ¿Quién imaginaría que alguien llamado Cándido pintaría una guerra?
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El viento masajea al río Paraná. En respuesta a las caricias, una brisa brota del agua, roza la costanera en Rosario, provincia de Santa Fe. Es invierno. Los árboles de la Isla Espinillo reverdecen el paisaje. Es un verde oscuro como el usado por Cándido en las pinturas. Desde aquí la vegetación parece pequeña, dan la impresión de ser extractos de los cuadros. Los árboles tienen los troncos delgados, silueta recurrente en la obra de López. Alisos, ceibos, sauces, perforados en el tronco y hojas por los disparos de la disputa territorial. Sé que la guerra ocurrió más al noreste en la provincia de Corrientes y en otros ríos que desembocan en el Paraná mismo, el Uruguay o el río Paraguay. Imagino la sangre disuelta en la corriente hasta bajar a este punto. Las tensiones políticas fracturaron a la región, pero los ríos, testigos de casi seis años de lucha, todavía hoy les unen.
Veo los tonos y resultan familiares. Para mí tiene sentido que los haya pintado así, pero no soy crítica de arte. Quienessaben, quienes eran las voces autorizadas para hablar de pintura, cuando mostró las primeras veintinueve pinturas de las cincuenta y ocho que hizo, dijeron que no encontraban la técnica, ni el valor estético de su obra.
A Cándido se le vio como aficionado. José Ignacio Garmendia, que también pintaba, reafirmaría el “gran valor histórico” de los cuadros expuestos en el Club de Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires, en 1885. En La cartera de un soldado, escribió que son resultado del “testimonio ineludible del testigo ocular de aquellas gloriosas escenas: tenaz investigador, con un propósito honroso y de sano criterio, que sacrificando todo a la exactitud del detalle nos ha conservado así un precioso documento para la historia”. A pesar del reconocimiento, el mismo intelectual señaló el nulo equilibrio de las pinturas. Como punto a favor, resaltó los logros del color, composición y perspectiva, pero reafirmó que esas obras se aprecian mejor a la distancia, detrás de la línea, para evitar ver los defectos. Por mi parte, arriesgaré el cuerpo a cruzar límites para contemplar eso a lo que llamaron desperfectos.
En el oficio de examinar el detalle no estoy sola. Nicolás de Brea Dulcich, del equipo de educación del Museo Histórico Nacional, comenta en un video de la exposición Momento Cándido, el aporte a la reconstrucción del suceso:
Una de las cosas que tiene de interesante Cándido López es que también excedió en sus retratos y en sus representaciones lo estrictamente bélico asociado a la muerte y a la batalla para también retratar por ejemplo la vida cotidiana de los soldados en el campamento, se pueden ver escenas con otro nivel de detalle increíble.