Por: Némesis Mora | @nemesismora
Tomé la decisión por ti. No podía seguir viéndote así, tan decaído, débil y triste. Si no lo hacía, las probabilidades de que murieras en casa eran altas. En tan solo dos semanas dejaste de comer, de jugar, de dormir conmigo, de correr por las madrugadas sin propósito alguno, de estirarte después de estar todo un día echado en mi cama, de bostezar al despertarte de tus siestas. Ya no mirabas por las ventanas a ver la gente pasar, dejaste de hacer ruiditos raros al ver las plomas, de pasarme la cabeza por las piernas como muestra de cariño, de exigirme con maullidos que había llegado tarde a la casa, de tumbar los bolígrafos del escritorio y llevarte los Q-tips del zafacón (puerquito), de hacer caca y salir corriendo como un demente del cat litter y de maullar sin parar mientras abría la lata de tuna. Frank, ¡paraste de maullar! Tú, ¡que fuiste el gato más conversador que he conocido! Te me deterioraste por completo; hasta volverte flaquito y un gato distinto al que me acompañó hace 10 años atrás.
Al otro día, se despertó la conciencia. ¿Quién era yo para decidir cuándo debería ser tu muerte? ¿De cuándo acá tengo tanto poder? ¿Y si hubiera esperando un poco más? ¿Y si hubiera buscando una cuarta, quinta y sexta opinión médica? ¿Por qué no lo llevé al endocrinólogo aquel miércoles? ¿Por qué le dije que sí a la veterinaria para tu eutanasia? ¿Habrás pensado que te abandoné? ¿Te habré dado todo el cariño que mereciste? ¿Por qué te regañé tantas veces por romper un estúpido mueble? ¿Por qué me molesté contigo cuando empezaste a vomitar? Si lo hubiera sabido antes, Frankito. Pero ya es muy tarde para todo esto, ¿no?
Brooklyn, Nueva York (marzo, 2022)
La primera vez que te llevé al veterinario por tus vómitos fue cuando vivíamos en Nueva York. Recuerdo que un buen amigo nos llevó en su Volkswagen hasta la oficina. Allí te sacaron unas placas donde aparentemente tenías el estómago "lleno de gases". Según la veterinaria, esos gases te provocaban emesis y algo de molestia estomacal. Y eso a mi me hizo el sentido del mundo porque no tenías ningún otro síntoma todavía. Además, qué iba a pensar yo si casi todas las personas me decían que era normal; que los gatos son conocidos por vomitar bolas de pelo. Así estuviste por cuatro meses, hasta que dejaste de ser tu.
Filadelfia, Pennsylvania (julio, 2022)
Te llevé a emergencias un sábado por la mañana. La clínica quedaba a cinco minutos de casa, así que te monté en el backpack que te tenía para viajar y nos fuimos caminando hasta allá. Maullaste poco, pero lo hiciste. Hace unos años atrás, la historia hubiera sido bien distinta y te hubieras quedado con el canto maullando. Te encabronaba que te sacara al ruido de la calle. Pero en tus últimas semanas, ni eso te importanta ya. Llegamos al Washingont Veterniary Hospital y allí te pasaron a una jaula de espera mientras unos de los veterinarios se desocupaba. Mientras tanto, decidí esperarte mirando Instagram. Luego Facebook. Tik Tok. YouTube. Hasta terminar en mi Gmail buscando algo que hacer. Pasaron las horas y el celular se quedó sin baterías. Para matar el tiempo, decidí leer una crónica que escribió otro amigo sobre el proceso de muerte de su padre. Lo había impreso el día anterior en el trabajo para leerlo relax en casa durante el fin de semana. Lo leí completo en la sala de espera y lo acabé con ganas de vomitar. Sin darme cuenta, la historia de mi amigo me estaba preparando para otro tipo de duelo: el tuyo.
Luego de varias horas de espera, el veterinario nos pasó a un cuarto aparte para anunciarnos que tenías una masa grande en el estómago. El veterinario no sabía leer las placas bien así que solo se limitó a explicar que la masa era inoperable debido al tamaño. Antes de ponerme a llorar, decidí insitir en ver las placas.
–Te las puedo enseñar, pero te aseguro que no vas a entender nada.
–Para eso está usted, para que me las explique.
Hizo un chasquido raro con la boca y salió a buscar las placas. Cuando regresó, intentó explicar lo que reflejaba la radiografía sin éxito alguno. El veterinario gagueó hasta quedar en rídiculo y concluir que era él quien no entendía las placas, que para eso están los oncólogos y que para eso tengo que sacar cita previa. Además, añadió que los oncólogos en Filadelfia están limitados y con la agenda bien, bien llena. Y así mismito fue.
Regresamos dos veces más a la Washington Veterinary Clinic. Todas las veces, nos dejaron esperando por horas ante la falta de personal que tenían. Tuvimos que esperar tres días para que te dieran medicamentos contra los vómitos y otro dizque para las diarreas, cuando apenas podías cagar. De la rabia, decidí dejarte en casa y regresar sola a la clínica. Pedí hablar con el veterinario nuevamente y le dije lo mal que habían manejado tu situación. Que por lo menos, me dieran alternativas reales para ti, que me explicaran lo que había que hacer en estos casos y, sobre todo, el uso de los medicamentos. Entre las 1,000 preguntas que hice, el veterinario al fin me zumbó la noticia de que era un caso avanzado con posiblidades de cáncer. Y que la única alternativa para mantenerte con vida era la quimioterapia. Después de esa conversación, fuiste empeorando demasiado rápido. Así que decidí aprovecharte y darte tus últimos gustitos.
Empecé a cogerme la hora de almuerzo en casa para estar más tiempo contigo y me empeñé en llevarte todas las tardes al rooftop de nuestro apartamento. ¡Pasar las tardes en el techo te ponía tan contento! Siempre hacías lo mismo: acostarte sobre la grama a sentir la brisa y mirar las mariposas volar. A veces te daba con comerte la gramita y los pistilos de las flores. Te dejaba hacerlo sin problema alguno. Antes, te hubiera regañado por miedo a que te dieran vómitos… pero, ¡ya qué carajo!
Te cambié de veterinario para buscar una segunda opinión. Allí te volvieron a sacar las mismas placas de la otra vez y te realizaron un tipo de biopsia sin la necesidad de cirugía. Te sacaron un pedacito minúsuclo de la masa en el estómago y la mandaron a estudiar. Los resutlados tardaron tres días en llegar. El jueves por la mañana recibí los resultados en el trabajo y frente a mis colegas. “Línfoma gastríco”, soltó el veterianario al teléfono.
Polvo entre las estrellas
La útlima vez que estuviste en emergencias fue el 12 de agosto de 2022. Te llevé sin saber que esa sería la útlima vez que nos veríamos. Recuerdo que la veterinaria era muy amable, más ambable que cualquiera que nos haya atentido en todo este proceso. Te hizo unas pruebas de sangre y regresó al cuarto de espera donde yo estaba. Me miró a los ojos y me dijo que ya estabas muy enfermo y que no estabas teniendo calidad de vida. Justo ahí, se me derrumbaron las esperanzas.
Me llevaron a un cuarto aparte para despedirme de ti. Tu patita ya estaba preparada para inducirte la morfina y el enchufe de la pared estaba conectado a la oficina de la veterinaria. Tan pronto estuviera preparada, solo tenía que subir y bajar el pestillo del enchufe para que ellos vinieran listos con las dos inyecciones: una con la anestesia y otra con pentobarbital (parecido a la morfina).
Me despedí de ti y te besé la frente hasta perder la cuenta de los besos. Te pedí perdón y te prometí acompañarte hasta el final, como lo hiciste tú conmigo, mi fiel compañero. Tan pronto te pusieron la anestesia, te quedaste con los ojos bien abiertos y tu cabecita fue descendiendo lentamente hasta que tu barbilla se acomodó en la camilla. Seguías con los ojos abiertos, pero ya estabas inconsciente. Justo ahí mi cuerpo no pudo aguantar verte así y salí del cuarto. Me quedé en el pasillo caminando de un lado para otro, esperando a que te pusieran la pentobarbital. De vez en cuando, me asomaba por la ventanilla de cristal de la puerta para vigilar el proceso. Lloré hondo y hueco, como hacía tiempo no sentía.
A los cinco minutos, la veterina salió contigo entre brazos. Estabas arropado con una sabanita y completamente “dormirdo”. Te veías cómodo.
“Frank ahora está tranquilo”, me dijo la veterinaria mientras se lo llevaba al salón donde están los gatitos que se vuelven polvo entre las estrellas.
Salí de la clínica sollozando fuerte. Las asistentes de la veterinaria me extendieron un tímido pésame con caras sorprendidas. ¿Seré la única que llora a su mascota en esta clínica?, pensé.
Regresé a casa caminanado, esta vez sin ti. Recuerdo que la tarde relumbraba con un sol especial. Un sol para ti. Un sol tuyo. Esa noche, te lloré hasta que mis párpados se cansaron de seguir abiertos.
Días después, te hice un altar. Con tus cenizas, con tus juguetes, con tu camita y con una ilustración tuya llevando una aureola y recostado sobre la cama, tal y como te gustaba pasar tus días. Y todavía sigues ahí, en ese mismo vacío que me hace extrañarte a diario. Jamás pensé que te fueras así; por mi propia voluntad.