Crónicas

Trilogía de la violencia de género

Esta crónica se compone de tres historias reales de mujeres bajo distintas situaciones de violencia de género en Puerto Rico. Se utilzaron seudónimos para proteger sus identidades.

Arte por: Milagros Pico | @milagros.pico

Arte por: Milagros Pico | @milagros.pico

Escrito por: Maura Escribano | @soymauraescribano

¿Por qué esperar al golpe cuando hay señales claras de que todo está mal? ¿Por qué insistir en perdonar en lugar de escapar? ¿Por qué quedarse y aguantar? ¿Por qué confiar en promesas de cambio? ¿Por qué? 

Son tantos los por qué, que las respuestas se tornan un espiral. El mismo espiral que consume a cualquiera que esté inmerso en un patrón de violencia de género, sea consciente de ello o no. 

Ellas no lo sabían. Lo aprendieron en el camino. Una, incluso, se enteró años después de huir. Mary, Betsy y Milly, vivieron sus calvarios al mismo tiempo. Ninguna habló de ello. Ninguna lo sospechó. Lo supieron cuando lo obvio era insultante, cuando a una de ellas la sonrisa se le cortó, a otra le maquillaron de violeta los pómulos, y a la última la silenciaron. 

Cuando el aire asfixia  

Cuando Mary cursaba el último año de escuela superior se perdió en las curvas de ese espiral que arrancó con el “primer amor” y continuó casi hasta alcanzar sus tres décadas de vida. Décadas que bien pudieran catalogarse como “perdidas”, a no ser por los hijos concebidos bajo ese ciclo interminable de agresión. 

Introvertida, católica e insegura para entonces, cuando supo que estaba embarazada aún sin cumplir los 18 años, decidió convivir con Berto, su novio, su vida, su agresor. Después del primer hijo, el segundo vino de inmediato. 

En ese momento, Berto, un par de años mayor que ella, trabajaba en un supermercado. Solía drogarse uno que otro viernes antes de llegar a casa y en el trayecto, el cerebro se le fundía imaginando qué hacía ella mientras él trabajaba, y cuando abría la puerta, la pregunta era inminente: ¿Dónde tú estuviste? Acto seguido, cual coreografía de lucha libre ensayada a la perfección: la agarraba por el cuello, le daba un puño en la cara, un jalón de pelo con el que lograba tirarla al piso, y un coro de patadas con los que la hacía pensar que moriría. 

Y aunque inicialmente las jornadas físicas se daban los fines de semana, poco a poco fueron el pan suyo de cada día, viéndose forzada a maquillar con excusas sus moretones, marcas que le adjudicaba al típico tropezón, a la puerta que se cierra y la golpea por despiste y a juguetes voladores que siempre aterrizaban en algún rincón de su cara, cuello, y brazos. 

El día que, de un puño, perdió uno de sus incisivos centrales, lloró amargamente. Sintió que la lengua se le escapaba por el hueco, que el aire la asfixiaba. Su boca sabía a sangre. Tragaba sangre. Lloraba sangre. 

Precisamente después de una golpiza sin tregua, Mary comenzó a quejarse de dolor estomacal. La llevaron de emergencia al hospital más cercano, y allí, después de un chequeo y ante la sorpresa de todos, dio a luz a una niña. Semanas más tarde, y sin previo aviso, su familia la raptó y la dejó junto a sus tres crías en un hogar protegido en el centro de la isla. Allí pudo respirar y romper el ciclo. Allí volvió a ser persona. 

Puños de fruta para las putas 

Betsy se queja de hambre. Pero lo hace bajito, para que los niños no se enteren. Tiene tres, y comen lo que les gusta: hot dogs, Doritos, pizzas congeladas y mucha soda. Para ellos, el paraíso en una nevera. Para ella, hambre y miseria. Pero en realidad, ella solo quiere un mangó. De esos jugosos que da el árbol de su vecina, el mismo que sacude las hojas en su patio y que ella tiene que barrer incansablemente una y otra vez. 

Sentada en el balcón escucha sus tripas. ¿Cómo le dice a José que no hay para comer? Si la nevera está llena, se le fue la mitad del sueldo en compra, y a penas le da para su cajetilla diaria de cigarrillos con mentol y sus six packs de cerveza “para bajar el estrés”. 

Cuando no puede comprarle los cigarrillos, ella se pone ansiosa. Y no es que el vicio sea suyo, es que sin nicotina el sujeto no funciona, se desespera, se le calienta el casco, y en esos días en la casa apenas se puede hablar. 

José es un papá presente, trabajador, muy cordial con sus vecinos, con sus amigos. Siempre cariñoso con Betsy... hasta que -como en todo teatro- se apagan las luces. 

Primer acto: Una oración, dos besitos y a acostar a los niños.
Segundo acto: Un baño, y a la cama. Forzada. A la cama. A rastras. A la cama, como él quiere. A la cama. Porque sí.
Tercer acto: El insulto y la agresión. 

- “¿Por qué te sientas en el balcón? ¿Para que te vean? ¿Te gusta el vecino de al frente, o solo te gusta calentarlo? ¿Por qué no quieres? ¿Ya cogiste suficiente hoy? ¿No te doy placer? ¿Por qué eres tan puta? Eres una puta. ¿Lo vas a negar? Puta. Puta. Puta. 

Tras bambalinas entran a escena los golpes ahogados detrás de la puerta, las súplicas mojadas con llanto y baba; los gritos reducidos a suspiros entrecortados por su mano, firmemente puesta sobre su boca para no gemir muy alto, para que los nenes en el cuarto contiguo no la escuchen, no se asusten, no se enteren. Esta fue su escena cotidiana. Por más de 10 años, su calvario en solitario. 

Noches de abuso físico que marcaron de rojo su piel nacarada; del abuso sexual que hizo arder, hervir y sangrar su sexo; de abuso emocional, que todavía hoy le duele recordar, aún habiéndose separado de esa bestia hace ya 15 años.

Todavía sufre el desvelo. Muerde sus uñas con ansiedad. Llora cuando se baña, y se exalta cuando escucha ruidos desconocidos en su apartamento. Algunas noches se levanta sudorosa y agitada, creyéndose dormir al lado de José. 

El silencio también es un disfraz 

Cuando Milly llegó a Puerto Rico, solo quería trabajar. Vino huyendo de la hambruna de su país con su única hija, que ya caminaba firme en ruta a la universidad. 

Ellas se tenían la una a la otra. Y su vida trascendía entre el trabajo, los estudios y la casa, que calentaban solo en las noches. Noches cortas que sobraban de una larga jornada sin descanso que iniciaba, precisamente, siendo de noche, al filo del amanecer. 

Todo cambió cuando Milly, rondando su medio siglo de vida, conoció a Manuel. Alegre, trabajador, amigable, bailarín y sin vergüenza... todo un personaje. Se embriagó con su carisma. La enamoró su galantería. Se sintió confiada por su estabilidad laboral, por su amplio círculo de amigos y familiares siempre presentes. 

Milly quedó embarazada de Manuel faltándole solo tres escalones para llegar a los 50. Su hija se casó, y ella se sumió en una soledad fustigada de quehaceres hogareños. La maternidad la azotó ferozmente despojándola de su cintura, de su cabello abundante, de su piel tersa, de su andar acompasado. Pero también de su vida, de su trabajo, de su rutina. Una rutina ardua, pero gratificante. 

Ella era una extraña ante el espejo. Y para él, también lo era. La burla regía la conversación de sobremesa. Su peso fue tema abierto a opiniones de extraños. Los insultos disfrazados de halagos en diminutivo se tornaron mantras despreciables que ya no quería escuchar más. Poco a poco la galantería se esfumó. De ese hombre encantador solo quedaba el nombre y el bebé que acababa de tener con él. 

De la idolatría se pasó a la condena, y de la condena al martirio, al llanto a escondidas, al coraje frustrado, a la impotencia. Saberse sola con un hijo recién nacido, extranjera, sin trabajo, sin recursos, con miedo a perder el techo, la comida, la custodia, la vida. 

Cuando decidió volver a trabajar, la llamó loca. Cuando le pidió dinero para matricular al niño en un cuido, la llamó loca. Cuando intentó cortar por lo sano, la llamó loca, la agarró por el cuello, la amenazó. Juró quitarle todo lo que temía perder, y ella se quedó. Con miedo, con su hijo, con él. 

Han pasado 22 años, sobre cinco denuncias, un arresto por violencia doméstica y varios perdones de por medio. Ella no habla del problema, pero cuelga el teléfono con prontitud si escucha que él está por entrar a la casa, mantiene silencio delante de él, y jamás alza la mirada en su presencia.

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Némesis Mora